Nathuram, por Gonzalo Villarruel
Es curioso y sé que suena tonto, pero nunca he podido acostumbrarme a ver pasar el paisaje como si fuera una película interminable delante de mis ojos. Lo confieso: tengo que dejar de mirar por la ventanilla del tren, porque me mareo y porque siento, siempre, una angustia difícil de describir y de justificar. Así fue la primera vez que me subí a uno, a los seis años con mi madre rumbo a Bangalore, así sigue siendo más de treinta años después.
Estuve en Amritsar hace tres días para reencontrarme con la pasión perdida. No es que necesite una justificación, ni fuerza de ánimo, ni valentía. Simplemente necesitaba inspiración, recordar por qué y cómo llegamos hasta aquí, recobrar el odio al que no debimos renunciar nunca. Ahora se, con certeza insuperable, que mi misión es impedir que el Padre nos lleve a nuestra destrucción. Estoy en paz.
De Amritsar fui a Lahore y me quedé unas horas, suficientes para cambiar de tren y subirme a este, anoche. Lahore es como es como una vieja amante; cuando se la vuelve a ver, los recuerdos no dejan de acosarnos, pura dulzura. Pero sólo dura unas horas, hasta que el deseo de dejarla se torna más fuerte que el deseo de quedarse.
El camino hacia nuestro destino siempre es largo, pero nunca falla en llevarnos a la cita, sin dudas y sin piedad. Meditando sobre el mío, sobre mi destino, termino preguntándome por qué hablé de amantes si elegí el celibato, como Mohandas, para probarme como hombre de Dios. No, en realidad me pregunto por qué me dejé llevar hasta este momento de mi vida, por qué confié, por qué quise ser lo que no soy.
Intuyo el paisaje que vuela a mi lado mecido por el sonido acompasado del traqueteo del tren sobre las vías. Falta poco para Delhi, ya nuestro encuentro se puede medir en minutos. No me voy a arriesgar, cuando llegue a la estación tomaré un taxi, no puedo perderme la caminata del atardecer. Mientras el tren aminora su marcha y se escucha el crujir de la madera de los vagones, los sonidos de los suburbios y el inconfundible lamento de la pobreza doliente me devuelven a la realidad.
Hemos perdido a India para siempre. Dudo de que mi Beretta pueda cambiar este destino, por más que la acaricie sin cesar en mi bolsillo, como un padre acaricia los cabellos de su hijo pequeño cuando duerme para hacerle sentir tranquilidad, paz, consuelo.
No importa, en menos de una hora habré cambiado la historia para siempre, en la seguridad de tu Birla House, en la seguridad de tu mundo, en tu enclave de adoración y engaño de multitudes confundidas. Mi nombre será maldecido por siglos, pero el tuyo ya no será, mi amado Mahatma, ya no será. Espero que te hayas puesto en paz con Dios.