La ciencia ficción y yo
Como digo al comienzo de mi bio, fui lector desde temprano en mi vida. De niño, por supuesto, atrapado por los libros de aventuras. En casa, entre muchos otros, había una gran cantidad de la Colección Robin Hood. Salgari y Verne llevaron la delantera; creo haber leído todas sus publicaciones. Luego vendría Mark Twain con su Tom Sawyer y las hermanas Bronte y Jane Eyre, y otros más.
La ciencia ficción irrumpió durante mi temprana y toda la adolescencia. Si no recuerdo mal, me estrené con Crónicas Marcianas, de Bradbury. Después de eso, fue un tobogán en el que siguieron la fascinante El Hombre Ilustrado, Las Doradas Manzanas del Sol, El País de Octubre y Farenheit 451, además de otras.
Luego vinieron los otros: Philip Dick, Theodore Sturgeon (personalmente opino que Más Que Humano es una de las grandes obras maestras del género), Isaac Asimov con su saga Fundación, Ron Hubbard y, por supuesto, Arthur Clarke y su fabulosa 2001, Odisea del Espacio, que sólo un genio como Stanley Kubrick podía convertir en una de las mejores películas de todos los tiempos.
Muchas veces me he preguntado por qué la lectura de obras de ciencia ficción fue una etapa de mi vida, que se agotó después de los veintipico. A veces me lo explico a mí mismo diciendo que tuvo que ver la experiencia de exploración intelectual propia de un adolescente: la fascinación por el misterio, la infinitud del universo (que contrasta con la toma de conciencia de nuestra propia finitud), el atractivo por futuros distópicos o posibles. En otras ocasiones, encuentro una explicación más racional el género empezó a perder interés a medida que la brecha entre ficción y realidad comenzó a achicarse con los viajes espaciales, las nuevas tecnologías, y la sensación de que, como dijo Einstein, hasta lo imposible es relativo. Fue por ello que la ciencia ficción varió hacia subgéneros que tienen que ver más con las consecuencias del progreso que con el progreso en sí: futuros distópicos llenos de catástrofes naturales por acción del hombre, experimentos que terminan por convertir a los habitantes del planeta en zombies, etc.
Es indudable relevancia cultural que la ciencia ficción tuvo en el mundo entero. Se puede decir también que su momento más brillante estuvo ligado a los avatares políticos e ideológicos del mundo de la segunda posguerra. No pocos analistas ven en la explosión de series de televisión y films que cuentan invasiones de alienígenas como metáforas de la Guerra Fría: el temor de occidente a una expansión violenta del comunismo.
En este importante cambio cultural hay que incluir, para ser justos, la influencia que tuvieron los cómics. Muchas veces ignorados por no ser expresiones “académicas” ni “serias”, sino meros productos de entretenimiento y divulgación, es justamente eso lo que los hizo y sigue haciendo tan populares. Son una forma de llegar a mucha más gente, más rápido, menos compleja, si se quiere. No olvido jamás el impacto que me produjo leer por primera vez esa maravilla pergeñada por Héctor Oesterheld, El Eternauta.
A pesar de todo, el género, que durante décadas sufrió los mismos avatares que los cómics, es decir, no ser considerado literatura “seria”, sigue vivo. En lo que a mí toca, siento que me ha pasado la época de interesarme por él. Quizás me esté perdiendo de algo grande, importante, significativo y bello.